Arte egipcio
Paleta de Narmer
3000 a.C.
Un espacio destinado a compartir información e imágenes sobre el arte del mundo clásico. A cargo de la Lic. G. Gluzman, adscripta (2008-2010) a la cátedra Historia de las Artes Plásticas I, Departamento de Artes, Facultad de Filosofía y Letras. Es un complemento más dinámico a mi página de imágenes de la materia, a la que pueden ingresar haciendo click aquí.
Si se considera que gran parte del arte occidental aborda temáticas abierta o secretamente eróticas, es sorprendente la poca atención seria prestada por los estudiosos y críticos a las implicaciones específicamente eróticas de las obras de arte . Mientras que el desarrollo psico – sexual de los artistas ha sido minuciosamente investigado desde los tiempos de Freud, principalmente por psiquiatras, no se ha mostrado un interés similar por el contenido erótico de sus obras, a menos que éste sea demasiado obvio para ignorarse, como sucede en el caso de ciertos ejemplos del surrealismo. Incluso en este último caso, el acercamiento a lo erótico es generalmente descriptivo y psicológico, en lugar de ser analítico y dirigido hacia la investigación de las concomitancias determinadas socialmente y de las convenciones de las imágenes eróticas en diferentes grupos artísticos durante diferentes períodos.
Parece que el mundo de las imágenes eróticas no está más controlado por la sola fantasía personal in vacuo que otros tipos de imágenes en el arte. Es precisamente durante el siglo XIX, un momento en el que los prototipos y motivos antiguos fueron transformados por nuevas necesidades y motivaciones, que la base social del mito sexual se destaca claramente de las imágenes eróticas aparentemente “personales” de los artistas individuales.
Ciertas convenciones eróticas están tan profundamente arraigadas que uno casi nunca se molesta en pensar en ellas: una de ellas es que la misma expresión “arte erótico” implica la especificación de “erótico para hombres”.
En 1969 ocurrieron tres grandes eventos en mi vida: tuve un bebé, me hice feminista y organicé la primera clase de la Mujer y el Arte en Vassar College. Todos estos eventos estaban, de alguna manera, interconectados. El tener a mi bebé, mi segunda hija, en el inicio del Movimiento de Liberación de las Mujeres me dio una perspectiva de la maternidad diferente de la que había tenido a mediados de la década de 1950 cuando tuve mi primer bebé; el feminismo generó un cambio trascendental tanto en mi vida personal como en mi punto de vista profesional; el organizar esa primera clase de historia del arte feminista irrevocablemente alteró mi visión de la disciplina y mi posición en ella, de modo tal que mi producción futura fue afectada por este momento promotor de comprensión y revisión.
Es difícil recapturar la pura euforia de ese momento histórico, tal vez es más difícil recordar los detalles concretos de la experiencia de conversión que, para muchas mujeres de mi edad y posición, fue como la conversión de San Pablo camino a Damasco: la convicción de que antes había estado ciega; ahora había visto la luz. En mi caso, la luz había sido provista por una amiga –en realidad sólo una conocida– quien se apareció en mi departamento con un portafolio repleto de literatura polémica, poco después de mi regreso de un año en Italia con mi esposo y mi bebé a mi trabajo familiar en el departamento de arte de Vassar. “¿Escuchaste de la Liberación de las Mujeres?” me preguntó. Admití que no lo había hecho ¬–la actividad política en Italia, aunque vigorosa, no era notable por su componente feminista– pero que en mi caso no era necesario. Yo ya era, dije, una mujer liberada y conocía lo suficiente sobre feminismo –las sufragistas y esas cosas– para considerar que, en 1969, estábamos más allá de esos asuntos. “Lee estas”, me dijo bruscamente, “y cambiarás de opinión”. Al decir esto, hundió su mano en el abultado portafolio y descubrió un montón de periódicos mal impresos y rudimentariamente ilustrados en papel áspero. La pila incluía, recuerdo, Redstockings Newsletter, Off Our Backs, Everywoman y muchas otras publicaciones, incluyendo ediciones especiales de hojas informativas radicales escritas por hombres, que habían sido apropiadas por mujeres furiosas con el propósito explícito de examinar las condiciones de su explotación. Comencé a leer y no pude detenerme: esto no tenía nada que ver con las anticuadas ideas acerca de la obtención del voto femenino y del desplazamiento de los hombres de los salones. Eran cosas brillantes, furiosas, polémicas, escritas desde el corazón, que cuestionaban no sólo la posición de las mujeres en la Nueva Izquierda y en el movimiento anti-Vietnam (subordinadas, explotadas, sexualmente objetualizadas) sino también la posición de las mujeres dentro de la sociedad en general. Estos artículos, que abarcaban cada una de las áreas que involucraban a las mujeres, desde la represión en el lugar de trabajo hasta la opresión en el hogar, desde la producción artística a las tareas domésticas, sobre todo golpeaban con su afirmación de que lo personal era político, y de que la política, que implicaba los roles sexuales y el género, comenzaba con lo personal. Esa noche, leyendo hasta las dos de la madrugada, realizando descubrimiento tras descubrimiento, con bombitas de luz caricaturescas explotando dentro de mi cabeza a un ritmo frenético, mi conciencia fue despertada, como lo sería una y otra vez durante el año siguiente aproximadamente. O tal vez la figura retórica adecuada es espacial: era como si continuara abriendo puertas hacia una serie interminable de habitaciones luminosas, cada una abriendo la próxima, cada una prometiendo una nueva revelación, cada una trasladándome desde un espacio conocido hacia uno desconocido, más amplio y más claro.
Unas semanas más tarde, o tal vez unos meses, después de una cierta cantidad de reflexiones pero no de una investigación específica más allá de una relectura de Simone de Beauvoir, pegué en la cartelera de anuncios de la oficina de historia del arte de Vassar la siguiente noticia...
Este trabajo se enmarca en las perspectivas metodológicas abiertas por las diversas corrientes feministas desarrolladas a partir de la década de 1970. El mundo antiguo no ha escapado a estas nuevas miradas escrutiñadoras. Los estudios se han centrado preferentemente en fuentes escritas, aunque las imágenes no han permanecido ajenas a esta renovación. Sin embargo, se ha tendido a relegar su investigación a un segundo lugar. La problemática específica de este trabajo se encuentra en el papel de las imágenes en el Imperio Romano como formadoras de la diferenciación de género, en particular a través de la prescripción de gestos y de usos del espacio. Se propone un análisis de cinco representaciones escultóricas femeninas, pertenecientes al período augustal y a décadas posteriores. El objetivo de este estudio es reflexionar sobre las características de la representación de las actitudes corporales de las mujeres romanas y su relación con el ideal de la pudicitia femenina. Además, este examen se plantea explícitamente como un intento de superar el concepto del arte como mera ilustración.